Opinión
Las
desigualdades de género tienen una expresión muy clara y contundente en
el campo de la economía. En particular, el mundo laboral es uno de los
que expresa de forma más cabal estas asimetrías. Las mujeres solemos
ganar menos, tener una menor tasa de actividad, un mayor grado de
informalidad y accedemos a trabajos de menor calificación, entre otras
cosas.
Existen distintas formas en la literatura para graficar estos
problemas. Por ejemplo, el “techo de cristal” hace referencia a la
dificultad que tenemos las mujeres para acceder a los cargos jerárquicos
y gerenciales por el sólo hecho de nuestra condición de género.
La idea de “paredes de cristal”, por su parte, describe la
segregación laboral, esto es la baja tasa de feminización de ciertos
sectores que en general suelen ser los más dinámicos y con mejores
condiciones laborales.
Otro concepto es del de “pisos pegajosos” y apunta a la realidad que
viven las mujeres de menores ingresos que acceden a trabajos de peor
calidad, mayor informalidad, peores pagos y con poca capacidad de
progreso en relación a la de los hombres.
Para ponerlo en números, en base a datos del Indec (Encuesta
Permanente de Hogares-EPH): las mujeres ganamos aproximadamente un 30%
menos que los hombres, lo que es explicado por factores observables (por
ej. horas trabajadas) pero también por factores no observables, que se
relacionan directamente con la discriminación de género. Tenemos una
mayor tasa de informalidad, que ronda el 37%, contra el 31% de los
varones. Nuestra participación en el mercado laboral (tasa de actividad)
es sensiblemente menor: 48% vs 69%. La subocupación horaria es del 13%
en las mujeres y 9% en los hombres.
La tasa de desocupación alcanza el 9,5%, contra un 7,3% de los
varones. Y en el caso de las mujeres jóvenes, la población más
vulnerable, el número es alarmante: el 19,5% de la población
económicamente activa no encuentra trabajo.
Una de las principales causas de estos fenómenos es la distribución
desigual de las tareas domésticas o el “trabajo no remunerado”. Según la
única encuesta a nivel nacional realizada al respecto en el 2013, las
mujeres en promedio dedicamos casi el doble de tiempo que los hombres a
estas tareas (6,4 horas contra 3,4), que incluye el cuidado de personas,
los quehaceres domésticos y el apoyo escolar.
Es justamente esta distribución desigual la que, entre otros
elementos, nos restringe el acceso pleno al mercado laboral, y si lo
hacemos, reduce las horas disponibles para dedicarle. Y esto, en
general, implica que obtengamos trabajos más informales que se puedan
ajustar a las limitaciones horarias mencionadas.
En el último informe publicado por el Observatorio de Empleo,
Producción y Comercio Exterior (ODEP) de la Universidad Metropolitana
para la Educación y el Trabajo (UMET) mostramos que estas desigualdades y
brechas de género exhibieron indicios de empeoramiento durante la
gestión del actual gobierno. Por ejemplo, la brecha salarial pasó de 26%
a 32%, mientras que la informalidad laboral creció un punto más entre
las trabajadoras mujeres que entre los varones.
Las diferencias aún no son de gran magnitud ya que los cambios en el
mercado laboral suelen ser de largo plazo y estructurales. Sin embargo
es esperable que, en situaciones de desmejora de las condiciones
laborales, sea justamente la población más vulnerable (mujeres y, en
particular, las jóvenes) las que muestren un mayor grado de
empeoramiento. De hecho, es lo que confirman estos números: la
precarización en el mercado laboral se acentuó particularmente para las
mujeres en los últimos dos años.
En definitiva, hay mucho camino por recorrer hacia una real igualdad
de oportunidades entre mujeres y hombres. Y como muestran los datos, la
esfera económica y el mercado laboral no son una excepción de las
cuentas pendientes que como sociedad tenemos en la materia. Bienvenido
el 8M y el paro de mujeres para darle visibilidad a estos temas y
colocarlos con más fuerza en la agenda de debate.
* Directora de Radar Consultora.
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