Tierra, Techo y Trabajo el mínimo absoluto para que todos puedan ejercer su dignidad, dijo Francisco en la ONU
EMM|Con estas palabras tan fuertes se puede decir que gracias a Papa 
Francisco la Carta de Santa Cruz de la Sierra, a la que trabajaron miles
 de personas que participaron al Encuentro Mundial de los Movimientos 
Populares, llegó a las Naciones Unidas.
El Papa Francisco  la 70° Asamblea General de las Naciones Unidas, la
 cual fijará las metas de 2030 para el desarrollo sostenible. En su 
discurso, así como hizo en el Encuentro Mundial de los Movimientos 
Populares de Santa Cruz se la Sierra el pasado julio, habló de Tierra, 
Techo y Trabajo como el mínimo absoluto para que todos puedan ejercer su
 dignidad y los indicó como medida de la Agenda 2030 para el Desarrollo 
Sostenible: “los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que 
todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su 
dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria
 de cualquier desarrollo social. Ese mínimo absoluto tiene en lo 
material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo 
espiritual: libertad del espíritu, que comprende la libertad religiosa, 
el derecho a la educación y los otros derechos cívicos”.
A continuación dijo que “Por todo esto, la medida y el indicador más 
simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo
 será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes
 materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo 
digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; 
libertad religiosa, y más en general libertad del espíritu y educación. 
Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un 
fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que 
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza 
humana”.
Más contenidos destacados de su discurso
El Papa habló de los enlaces entre medio ambiente y exclusión: “el 
abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados 
por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e 
ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los 
recursos materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos
 habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o
 porque están privados de los conocimientos e instrumentos técnicos 
adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión política”.
También destacó como la cultura del descarte sigue siendo difundida y
 consolidada: “la exclusión económica y social es una negación total de 
la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y 
al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por 
un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo 
tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente las 
consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy 
tan difundida e inconscientemente consolidada cultura del descarte.”
En su largo discurso alentó a los organismos financieros 
internacionales a velar por el desarrollo sustentable de los países “y 
la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de 
promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor 
pobreza, exclusión y dependencia”. Destacó la importancia de empeñarse 
por un mundo sin armas nucleares y del narcotráfico: “Una guerra asumida
 y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va 
acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico 
de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción. 
Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social, 
política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos, 
una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras 
instituciones”.
Además que estos temas centrales, subrayó la importancia de la ONU y 
la necesidad de una reforma, de evitar las guerras, y volver eficaz la 
aplicación de normas, y pensando en las generaciones futuras invitó a 
los representantes de los Estados a dejar de lado intereses sectoriales e
 ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien común. Papa 
Francisco concluyó su intervención citando al gaucho Martín Fierro “un 
clásico de la literatura en mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean 
unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier
 tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de 
afuera».
Texto completo del discurso papal
Señor Presidente, Señoras y Señores:
Una vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el 
Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a 
dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y 
en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero 
expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también 
sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de 
Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios 
políticos y técnicos que les acompañan, al personal de las Naciones 
Unidas empeñado en esta 70a Sesión de la Asamblea General, al personal 
de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los
 que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes 
saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en 
este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien
 de la humanidad.
Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo 
hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995
 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 
2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la 
Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada 
al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las
 distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a 
la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder 
tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente 
universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo 
menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la 
importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las 
esperanzas que pone en sus actividades.
La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada 
por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es
 una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada 
aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se 
puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho 
internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos
 humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de 
muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros 
logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer 
humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad 
del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los 
egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas 
no resueltos, pero es evidente que, si hubiera faltado toda esa 
actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al uso
 descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos 
progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción 
del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización.
Rindo por eso homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido 
leal y sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En 
particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y 
la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los 
muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones
 humanitarias, de paz y de reconciliación.
La experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, 
muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos es siempre 
necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los 
países, sin excepción, una participación y una incidencia real y 
equitativa en las decisiones. Tal necesidad de una mayor equidad, vale 
especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es
 el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los 
grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis 
económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo
 con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros 
internacionales han de velar por el desarrollo sustentable de los países
 y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos 
de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor
 pobreza, exclusión y dependencia.
La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del 
Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede 
ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho,
 sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el 
ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que 
la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho.
 Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, 
significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar 
omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los 
derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones 
sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de 
defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la 
creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e 
intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos
 presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes 
sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el
 ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos 
sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y 
económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la 
realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando 
la protección del ambiente y acabando con la exclusión.
Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del 
ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos 
parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente
 comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar.
 El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que 
«muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» 
(Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene
 un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo 
puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es 
favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la 
humanidad. Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las 
vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de 
belleza y de interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos, 
junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo 
proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre 
servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y
 para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos
 está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el 
ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).
El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van 
acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán 
egoísta e ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a 
abusar de los recursos materiales disponibles como a excluir a los 
débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes
 (discapacitados) o porque están privados de los conocimientos e 
instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de 
decisión política. La exclusión económica y social es una negación total
 de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos
 y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados 
por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al 
mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente 
las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la 
hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del 
descarte».
Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus
 claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a 
tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al 
respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que 
anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030 
para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy 
mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la 
Conferencia de París sobre cambio climático logre acuerdos fundamentales
 y eficaces.
No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aun 
cuando constituyen un paso necesario para las soluciones. La definición 
clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento 
esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et 
perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos 
los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos 
concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente 
natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y 
económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, 
comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y 
niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y 
de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la 
magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va 
cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo 
declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos 
cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha 
contra todos estos flagelos.
La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con 
instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble 
peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas 
enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicadores 
estadísticos–, o creer que una única solución teórica y apriorística 
dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en 
ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz 
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un 
concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento 
que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres 
concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que 
muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de 
cualquier derecho.
Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la 
pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio 
destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la 
dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y 
desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás 
hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se 
desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas y 
municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–. Esto
 supone y exige el derecho a la educación –también para las niñas, 
excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y
 reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho 
de las Iglesias y de agrupaciones sociales a sostener y colaborar con 
las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así 
concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para 
recuperar el ambiente.
Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin 
de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para 
ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la 
célula primaria de cualquier desarrollo social. Ese mínimo absoluto 
tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre 
en lo espiritual: libertad del espíritu, que comprende la libertad 
religiosa, el derecho a la educación y los otros derechos cívicos.
Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del 
cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso 
efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y 
espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y 
debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad 
religiosa, y más en general libertad del espíritu y educación. Al mismo 
tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un 
fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que 
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza 
humana.
La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la 
biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie 
humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la
 economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder, 
deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre: «El hombre 
no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se
 crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza» 
(Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22 
septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve 
perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias […] El 
derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna 
instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros 
mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 
agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del ambiente y la lucha 
contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita 
en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural 
entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la
 vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136).
Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y 
sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano 
integral, el ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la
 guerra» (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el 
progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia 
libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo 
inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para 
cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización 
ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida 
anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, 
irresponsables.
La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática 
agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano 
integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de 
evitar la guerra entre las naciones y entre los pueblos.
Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y 
el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al 
arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma
 jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de existencia de 
las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia de los 
primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la 
plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su 
incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas 
con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto 
de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para 
disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, 
en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar
 cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una 
verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan 
gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el 
ambiente biológico.
El Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas 
indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz,
 la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones
 de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con estas 
afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre presente a
 la proliferación de las armas, especialmente las de destrucción masiva 
como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho basados en la 
amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la humanidad– son 
contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción de las 
Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el miedo y la 
desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares, 
aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el
 espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.
El reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible 
de Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena 
voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y
 constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé
 los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.
En ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias 
negativas de las intervenciones políticas y militares no coordinadas 
entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando 
no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis 
repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el 
Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde 
los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso 
junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que 
no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a
 ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su 
patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido 
puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la 
paz con la propia vida o con la esclavitud.
Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de 
conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos 
internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o 
cultural, sino en cada situación de conflicto, como en Ucrania, en 
Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes
 Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por 
legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos 
singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y 
ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que 
se convierten en material de descarte cuando solo la actividad consiste 
en enumerar problemas, estrategias y discusiones.
Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta 
del 9 de agosto de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad 
humana [obliga] a la comunidad internacional, en particular a través de 
las normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo 
posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas 
contra las minorías étnicas y religiosas» y para proteger a las 
poblaciones inocentes.
En esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de 
conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene
 cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra viven 
muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una 
guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia 
dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, 
del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de 
corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida
 social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos 
casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de 
nuestras instituciones.
Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores.
 Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una 
continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI, 
pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne: «Ha 
llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, 
de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, 
en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, […] ha 
sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no 
viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán […]
 resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad» 
(Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). 
Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, 
ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de 
la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el 
hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de 
llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas» (ibíd.).
La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre 
una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de 
la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los 
pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no 
nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan 
descartables porque no se los considera más que números de una u otra 
estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse 
sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.
Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que 
acepte la trascendencia, renuncie a la construcción de una elite 
omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y 
colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso 
prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las 
palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe 
levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de 
sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).
El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura en mi tierra 
natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. 
Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre 
ellos pelean, los devoran los de afuera».
El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una 
creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo 
fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos 
unos con otros para preservar los propios intereses» (Laudato si’, 229).
El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen 
dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y
 positivos acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium, 223). No 
podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El 
futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos 
mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.
La laudable construcción jurídica internacional de la Organización de
 las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como 
cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser 
prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Lo 
será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses
 sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien 
común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi 
oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia 
Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada 
uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la 
humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar,
 para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano.
La bendición del Altísimo, la paz y la prosperidad para todos ustedes y para todos sus pueblos. Gracias.
Fuente: Miradas al sur
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