Cuando
hoy tengan cita biógrafos y exégetas con motivo de los dos siglos de su
nacimiento, y se permitan reeditar enseñanzas al uso, ganará en
evocación el influyente Karl Marx. Aunque quizás por ser uno de aquellos
íconos más citado antes que leído, pocos recordaran que aún mucho antes
de ser el joven Marx –o sea, siendo muy joven – tuvo vocación
jurídica. Por influencia familiar, quiso ser hombre de Derecho,
trasladándose a estudiar leyes a Bonn y luego a Berlín, donde fue alumno
de Savigny y se adentró en Hegel, que había muerto apenas años antes.
No obstante, su destino le elegiría otro rumbo y abandonó el
camino de la jurisprudencia por considerarla una disciplina subordinada
y accesoria respecto de la historia y la filosofía. Así lo explicó en
el prólogo a su “Contribución a la crítica de la economía política”,
cuando supo enseñar que las relaciones jurídicas no pueden explicarse ni
por sí mismas ni por la llamada evolución humana, sino en las
condiciones materiales de existencia, al predicar: “El conjunto de estas
relaciones de producción constituyen la estructura económica de la
sociedad, la base real, sobre la cual se eleva la superestructura
jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de
conciencia social”.
Mas allá de su desencanto por el Derecho, sin dudas facilitó nuevos
horizontes a generaciones posteriores, entre otros a quienes desde
distintas ópticas emprendieron el análisis de la llamada “economía
política del castigo”, construida a partir de estudios entre la
penalidad estatal y la acumulación del capital, la explotación y la
plusvalía.
Porque sabido es que hasta fines del siglo XVIII la privación de
libertad no era una pena autónoma y ordinaria ya que la retribución como
cambio medido sobre el valor no puede encontrar en la restricción del
tiempo de un sujeto la equivalencia del delito, toda vez que no existía
la concepción del trabajo humano medido en tiempo. Superadas la muerte,
la mutilación, la tacha de infamia o el destierro, la idea de la
privación de una cantidad de libertad sólo puede realizarse en el
incipiente modo de producción capitalista y pasará a predominar de forma
definitiva para trasformarse en la columna vertebral del castigo
moderno.
De allí que a partir de un marxismo orgánico, Eugenij Pasukanis
–claro, antes de ser eliminado por Stalin – sostenía que si el trabajo
humano es mensurable en tiempo de acuerdo a la lógica capitalista, la
pena es la transacción entre estado y delincuente en razón del pago por
la deuda contraída, o sea, el delito. Aunque también desde el marxismo
cultural la primera obra estadounidense publicada por la Escuela de
Frankfurt indagó en las relaciones históricas entre el mercado de
trabajo y la penalidad. Se trata del texto de Georg Rusche complementado
por Otto Kircheimer que iniciaría la indagación sobre la influencia de
las necesidades de los modos de producción sobre la aplicación de las
penas, que retomaran en los setenta Dario Melossi y el inolvidable
Massimo Pavarini en “Cárcel y fábrica”.
Ahora, si Schumpeter supo presentar al capitalismo como un sistema
inestable y en perpetua transformación, fruto de las mutaciones
tecnológicas, la actual etapa reveladora del predominio de las finanzas
internacionales sobre la economía productiva dando origen a un nuevo
capitalismo demanda la interrogación acerca de la vigencia de los
planteos.
Porque del capitalismo industrial al accionario (o “financierismo”),
la primacía de los mercados y los intereses privados por sobre los
estados fragiliza al asalariado tradicional y genera nuevas tensiones
sociales. Este proceso de mutación, resultado de la globalización
financiera y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación
(NTIC) trata de la dominación de los accionistas y de los fondos de
inversión por sobre los administradores y, fundamentalmente, los
asalariados.
Esta profunda ruptura del mercado laboral –por cierto derivación de
la crisis del posfordismo y su reemplazo por el toyotismo– trastorna las
relaciones del salariado tradicional e introduce nuevas formas de
exclusión que impactarán en el gobierno de la penalidad. No es sino por
ello que más allá de cualquier otra funcionalidad, las cárceles se
transforman en depósitos que lejos de la reinserción sólo persiguen la
incapacitación de la población reputada excedente. Y en el anverso de la
misma moneda aparecen la demolición de los derechos de los trabajadores
por vía de la flexibilidad y la precarización, en el marco de un
proyecto general de desindustrialización.
Quizá no resulte la necesidad de identificarse como marxianos para
admitir la articulación de estos dos factores. En cambio, deviene
imperioso reconocer a los marcianos –sin equis– que con demérito tajante
favorecen una sociedad más injusta.
* Profesor titular UBA/UNLP.
Fuente:Pagina/12
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