
Nicolás Dujovne, ministro de Hacienda.
La
producción industrial cayó más del 13 por ciento en octubre, según el
Indec, y la inversión se contrajo prácticamente el 25 por ciento en
noviembre, según el ITE-FGA. Ambos datos expresan lo que ya se sabía: la
economía local fue llevada a una recesión violenta que, además, tiene
carácter “desindustrializador”.
Las recesiones no son algo que simplemente acontece como
consecuencia, por ejemplo, del azar, de la mala gestión interna o de la
evolución de la economía global. Estos factores, en particular los dos
últimos, pueden impactar de manera dispar en el nivel de actividad, pero
la conducción del ciclo interno en el mediano y largo plazo es siempre
local. Dicho de otra manera, las recesiones como la actual, es decir en
un contexto externo que no es brillante, pero tampoco recesivo, son el
producto de decisiones políticas internas.
Desde los albores de la civilización agrícola la humanidad sabe, por
ejemplo, que si el faraón invierte en pirámides la actividad económica
florece. Sin embargo, a partir de la década del treinta del siglo
pasado, con los desarrollos teóricos de John M. Keynes y Michal Kalecki,
la teoría conoce algo más, sabe cómo conducir el ciclo económico. Si
ocurre una recesión es porque los hacedores de política, que son quienes
conducen el ciclo, así lo decidieron.
La pregunta que sigue es por qué los hacedores de política tomarían
una decisión tan aparentemente irracional como provocar la disminución
de la actividad, un panorama que va acompañado por aumentos del
desempleo y la pobreza y también por la destrucción de riqueza y capital
social. Las respuestas son múltiples, pero hoy nos concentraremos en
dos, una principal y otra accesoria. La principal es la distribución del
ingreso, la accesoria es la división internacional del trabajo. Una
manera abreviada de decirlo, en un lenguaje menos amable y sólo en
apariencia ideológico, sería que el motivo para provocar una recesión es
la lucha de clases en un contexto imperialista.
Ya en el cuarto año de gobierno los objetivos económicos del macrismo
se manifiestan con claridad y pueden resumirse en tres: bajar salarios y
subir los precios de las tarifas, incluidos los combustibles, y del
dólar. Estos tres objetivos, muy logrados, permiten hablar de un
gobierno clasista, que favorece al capital, pero no a todo el capital,
sino a las firmas energéticas y a las exportadoras de base extractiva,
desde el mismo sector hidrocarburífero y minero, al agro y las
manufacturas de origen agropecuario con destino a la exportación. Luego,
en el marco del capitalismo financiero y un régimen de endeudamiento
externo, los bancos completan el podio de los favorecidos.
Nótese que la selección de ganadores reposiciona al país en la
división internacional del trabajo. La industria, especialmente la
sustitutiva de importaciones, la que compite con los capitales globales,
deja de ser prioridad y el lugar en el mundo del país vuelve a ser el
del siglo XIX, un país proveedor de materias primas y algunas pocas
commodities e importador de todo lo demás. La elección supone
tácitamente la destrucción, precisamente, de “todo lo demás”, lo que se
expresa en el derrumbe de la industria y la inversión.
Pero el punto crítico es que la redistribución del ingreso en contra
de los salarios tiene consecuencias económicas muy fuertes. La primera
es la caída del consumo interno, lo que explica buena parte de la
recesión actual. Debe considerarse que cuando se describe que en los
últimos tres años los salarios perdieron cerca de un tercio de su poder
adquisitivo se soslaya que la pérdida efectiva es aun mayor por dos
razones, porque la canasta alimentaria aumentó por encima de la
inflación y porque una porción significativamente mayor del salario se
destina a pagar tarifas, desde los servicios a los combustibles y el
transporte.
La segunda consecuencia, también derivada de la primera, son los
cambios que comienzan a producirse en la estructura productiva. Para las
empresas la caída de salarios significa menos demanda para sus
productos, en tanto que las mayores tarifas y el dólar más caro
significan mayores costos y, en consecuencia, pérdida de competitividad,
a lo que se agregan también las tasas de interés siderales.
Finalmente, el aumento del dólar carece de los beneficios que se
prometen, pues sólo provoca efecto riqueza para los exportadores, no
aumenta las cantidades exportadas y funciona como un mecanismo eficiente
para la poda de salarios. Es un tópico que el gran logro del macrismo
fue bajar a la mitad los salarios en dólares. Sin embargo el balance
general para las empresas no parece especialmente positivo:
efectivamente les bajó el costo salarial, pero les aumentaron todos lo
demás, las tarifas y todos los insumos, incluidos los costos
financieros. Es decir, les cuesta más caro producir en un contexto de
caída de ventas. Si muchos empresarios se entusiasmaron con la promesa
inicial de salarios bajos, quizás hoy observen con otros ojos toda la
ecuación y saquen mejor las cuentas.
A este marco general, que es el producto del modelo elegido por
Cambiemos, se le sumó la debacle de la deuda y la concomitante cuestión
del Estado. La deuda que financió el rojo de la cuenta corriente durante
los primeros dos años se volvió imposible en el tercero, los mercados
de crédito se cerraron y se recayó en el FMI. El resultado fue el avance
hacia la reducción de las funciones del Estado con la excusa del
déficit, lo que significó agravar el escenario contractivo.
La síntesis provisoria es que la lucha de clases tiene ganadores
claros, que el país volvió al lugar en “el mundo” deseado por el orden
que conduce Estados Unidos y que, en consecuencia, su estructura
productiva comenzó a transformarse en detrimento de la industria. Ello
significa también que el Estado abandona funciones que antes se
consideraban esenciales, como ciencia y técnica, salud y educación y
hasta infraestructura básica. Finalmente, el peso incrementado de la
deuda consolida el nuevo orden restringiendo al mínimo los grados de
libertad de la política económica, hoy a cargo del FMI
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