Tierra, Techo y Trabajo el mínimo absoluto para que todos puedan ejercer su dignidad, dijo Francisco en la ONU
EMM|Con estas palabras tan fuertes se puede decir que gracias a Papa
Francisco la Carta de Santa Cruz de la Sierra, a la que trabajaron miles
de personas que participaron al Encuentro Mundial de los Movimientos
Populares, llegó a las Naciones Unidas.
El Papa Francisco la 70° Asamblea General de las Naciones Unidas, la
cual fijará las metas de 2030 para el desarrollo sostenible. En su
discurso, así como hizo en el Encuentro Mundial de los Movimientos
Populares de Santa Cruz se la Sierra el pasado julio, habló de Tierra,
Techo y Trabajo como el mínimo absoluto para que todos puedan ejercer su
dignidad y los indicó como medida de la Agenda 2030 para el Desarrollo
Sostenible: “los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que
todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su
dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria
de cualquier desarrollo social. Ese mínimo absoluto tiene en lo
material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo
espiritual: libertad del espíritu, que comprende la libertad religiosa,
el derecho a la educación y los otros derechos cívicos”.
A continuación dijo que “Por todo esto, la medida y el indicador más
simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo
será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes
materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo
digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable;
libertad religiosa, y más en general libertad del espíritu y educación.
Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un
fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza
humana”.
Más contenidos destacados de su discurso
El Papa habló de los enlaces entre medio ambiente y exclusión: “el
abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados
por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e
ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los
recursos materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos
habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o
porque están privados de los conocimientos e instrumentos técnicos
adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión política”.
También destacó como la cultura del descarte sigue siendo difundida y
consolidada: “la exclusión económica y social es una negación total de
la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y
al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por
un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo
tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente las
consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy
tan difundida e inconscientemente consolidada cultura del descarte.”
En su largo discurso alentó a los organismos financieros
internacionales a velar por el desarrollo sustentable de los países “y
la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de
promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor
pobreza, exclusión y dependencia”. Destacó la importancia de empeñarse
por un mundo sin armas nucleares y del narcotráfico: “Una guerra asumida
y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va
acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico
de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción.
Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social,
política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos,
una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras
instituciones”.
Además que estos temas centrales, subrayó la importancia de la ONU y
la necesidad de una reforma, de evitar las guerras, y volver eficaz la
aplicación de normas, y pensando en las generaciones futuras invitó a
los representantes de los Estados a dejar de lado intereses sectoriales e
ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien común. Papa
Francisco concluyó su intervención citando al gaucho Martín Fierro “un
clásico de la literatura en mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean
unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier
tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de
afuera».
Texto completo del discurso papal
Señor Presidente, Señoras y Señores:
Una vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el
Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a
dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y
en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero
expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también
sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de
Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios
políticos y técnicos que les acompañan, al personal de las Naciones
Unidas empeñado en esta 70a Sesión de la Asamblea General, al personal
de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los
que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes
saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en
este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien
de la humanidad.
Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo
hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995
y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en
2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la
Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada
al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las
distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a
la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder
tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente
universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo
menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la
importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las
esperanzas que pone en sus actividades.
La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada
por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es
una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada
aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se
puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho
internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos
humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de
muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros
logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer
humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad
del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los
egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas
no resueltos, pero es evidente que, si hubiera faltado toda esa
actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al uso
descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos
progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción
del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización.
Rindo por eso homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido
leal y sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En
particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y
la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los
muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones
humanitarias, de paz y de reconciliación.
La experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido,
muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos es siempre
necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los
países, sin excepción, una participación y una incidencia real y
equitativa en las decisiones. Tal necesidad de una mayor equidad, vale
especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es
el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los
grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis
económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo
con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros
internacionales han de velar por el desarrollo sustentable de los países
y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos
de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor
pobreza, exclusión y dependencia.
La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del
Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede
ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho,
sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el
ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que
la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho.
Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia,
significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar
omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los
derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones
sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de
defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la
creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e
intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos
presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes
sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el
ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos
sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y
económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la
realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando
la protección del ambiente y acabando con la exclusión.
Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del
ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos
parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente
comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar.
El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que
«muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico»
(Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene
un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo
puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es
favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la
humanidad. Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las
vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de
belleza y de interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos,
junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo
proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre
servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y
para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos
está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el
ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).
El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van
acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán
egoísta e ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a
abusar de los recursos materiales disponibles como a excluir a los
débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes
(discapacitados) o porque están privados de los conocimientos e
instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de
decisión política. La exclusión económica y social es una negación total
de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos
y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados
por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al
mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente
las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la
hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del
descarte».
Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus
claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a
tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al
respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que
anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030
para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy
mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la
Conferencia de París sobre cambio climático logre acuerdos fundamentales
y eficaces.
No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aun
cuando constituyen un paso necesario para las soluciones. La definición
clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento
esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et
perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos
los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos
concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente
natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y
económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos,
comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y
niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y
de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la
magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va
cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo
declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos
cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha
contra todos estos flagelos.
La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con
instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble
peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas
enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicadores
estadísticos–, o creer que una única solución teórica y apriorística
dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en
ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un
concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento
que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres
concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que
muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de
cualquier derecho.
Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la
pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio
destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la
dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y
desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás
hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se
desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas y
municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–. Esto
supone y exige el derecho a la educación –también para las niñas,
excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y
reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho
de las Iglesias y de agrupaciones sociales a sostener y colaborar con
las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así
concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para
recuperar el ambiente.
Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin
de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para
ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la
célula primaria de cualquier desarrollo social. Ese mínimo absoluto
tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre
en lo espiritual: libertad del espíritu, que comprende la libertad
religiosa, el derecho a la educación y los otros derechos cívicos.
Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del
cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso
efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y
espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y
debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad
religiosa, y más en general libertad del espíritu y educación. Al mismo
tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un
fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza
humana.
La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la
biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie
humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la
economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder,
deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre: «El hombre
no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se
crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza»
(Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22
septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve
perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias […] El
derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna
instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros
mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6
agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del ambiente y la lucha
contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita
en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural
entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la
vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136).
Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y
sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano
integral, el ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la
guerra» (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el
progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia
libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo
inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para
cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización
ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida
anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término,
irresponsables.
La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática
agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano
integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de
evitar la guerra entre las naciones y entre los pueblos.
Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y
el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al
arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma
jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de existencia de
las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia de los
primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la
plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su
incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas
con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto
de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para
disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando,
en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar
cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una
verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan
gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el
ambiente biológico.
El Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas
indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz,
la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones
de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con estas
afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre presente a
la proliferación de las armas, especialmente las de destrucción masiva
como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho basados en la
amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la humanidad– son
contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción de las
Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el miedo y la
desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares,
aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el
espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.
El reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible
de Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena
voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y
constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé
los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.
En ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias
negativas de las intervenciones políticas y militares no coordinadas
entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando
no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis
repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el
Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde
los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso
junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que
no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a
ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su
patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido
puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la
paz con la propia vida o con la esclavitud.
Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de
conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos
internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o
cultural, sino en cada situación de conflicto, como en Ucrania, en
Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes
Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por
legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos
singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y
ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que
se convierten en material de descarte cuando solo la actividad consiste
en enumerar problemas, estrategias y discusiones.
Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta
del 9 de agosto de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad
humana [obliga] a la comunidad internacional, en particular a través de
las normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo
posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas
contra las minorías étnicas y religiosas» y para proteger a las
poblaciones inocentes.
En esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de
conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene
cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra viven
muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una
guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia
dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos,
del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de
corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida
social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos
casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de
nuestras instituciones.
Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores.
Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una
continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI,
pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne: «Ha
llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento,
de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen,
en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, […] ha
sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no
viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán […]
resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad»
(Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965).
Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada,
ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de
la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el
hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de
llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas» (ibíd.).
La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre
una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de
la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los
pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no
nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan
descartables porque no se los considera más que números de una u otra
estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse
sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.
Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que
acepte la trascendencia, renuncie a la construcción de una elite
omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y
colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso
prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las
palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe
levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de
sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).
El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura en mi tierra
natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera.
Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre
ellos pelean, los devoran los de afuera».
El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una
creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo
fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos
unos con otros para preservar los propios intereses» (Laudato si’, 229).
El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen
dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y
positivos acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium, 223). No
podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El
futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos
mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.
La laudable construcción jurídica internacional de la Organización de
las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como
cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser
prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Lo
será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses
sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien
común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi
oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia
Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada
uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la
humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar,
para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano.
La bendición del Altísimo, la paz y la prosperidad para todos ustedes y para todos sus pueblos. Gracias.
Fuente: Miradas al sur
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