Gustavo Perilli
Hace más de tres décadas, el economista argentino Adolfo Canitrot
sostenía: "La política de apertura es un instrumento para disciplinar al
mercado de trabajo y la conducta de la clase trabajadora". La teoría
económica dominante de ese entonces, tal como ocurrió en numerosas
ocasiones en la Argentina y el resto de América Latina, estaba
absolutamente convencida de que la quita de aranceles impulsaría la
flexibilidad, la eficiencia y el empleo, porque solo de ese modo se
producirían mejoras productivas y competitivas.
Sin embargo, voluntaria o involuntariamente (seguramente más lo primero
que lo segundo), no se contemplaba que "definir la competitividad de
una nación es mucho más problemático que definir la de una corporación"
(Krugman, 1994) y "la apertura del comercio desplaza puestos de trabajo
de sectores que compiten con las importaciones […] el trabajador pierde
su puesto de trabajo y tiene problemas para encontrar un nuevo puesto en
los sectores exportadores en expansión (Krugman, 2012)". Complementándose
con el aporte del persistente (y tentador) atraso cambiario, el fin
último de estas medidas era, en realidad, combatir la inflación.
Visto en perspectiva, la competencia reduciría la inflación aunque, al
mismo tiempo, se transformaría en una suerte de espada de Damocles que
pendería sobre el futuro de las empresas y los trabajadores, porque
deberían bajar precios, reduciendo salarios si se lo permitían "los
sindicatos amigos", o alternativamente cerrar y generar desocupación.
Otro efecto negativo sobrevendría del deterioro del saldo de la balanza
comercial, el endeudamiento nocivo y, desde luego, la erosión de las
reservas del Banco Central (BCRA) o la suba del tipo de cambio (la
devaluación de la moneda, como vulgarmente se la conoce).
La
estrategia de reducir la inflación a contrarreloj, apelando a una
desesperada competitividad a través de correspondientes mejoras en la
productividad (reducciones de los costos marginales, en términos
microeconómico), tendría efectos colaterales difíciles de manejar
(especialmente en democracia). En esencia, los logros carecerían de
sustentos, erosionarían la estabilidad macroeconómica y el clima social,
porque no resultarían de minuciosos y acompasados procesos sociales de
aprendizaje obtenidos en ambientes provistos de consensos.
La atemporalidad de la teoría microeconómica recomendaría bajar costos a
como dé lugar, pero en el plano macroeconómico social representaría un
peligro por los daños perpetuos que quedarían alojados en el tejido
social y los vicios que se incorporarían a la actividad productiva.
Bajar costos de manera intempestiva, para ser productivos y
competitivos, supondría instalar sensibles crisis sociales, porque, en
esencia, requeriría desfinanciar todo lo que no esté de acuerdo con la
"magia" pretendida por el funcionario de turno, deslumbrado por "los
brillos" de la teoría microeconómica.
A grandes rasgos, peligrarían los programas básicos vinculados con las
transferencias de alimentos, la oferta gratuita de salud, cultura y
educación (ni hablar de los salarios docentes), entre otros gastos
dirigidos a preservar la vida humana, arguyéndose la ineficiencia e
ineficacia de esos métodos y la frecuente asociación con la corrupción.
Sin embargo, el
ahorro de recursos (objeto del disciplinamiento) no necesariamente
estaría disponible para ser aplicado al gasto social futuro
debido a los condicionamientos provocados por las "filtraciones" de esos
flujos "hacia lo desconocido": la economía no registrada (incluyendo
"la labor de los paraísos fiscales", la patología no resuelta por las
instituciones económicas de la globalización financiera denunciada por
el mismísimo ex presidente Barack Obama). La apertura, e incluso la
apreciación cambiaria, y la idea de disciplinar para mejorar la
eficiencia concordarían perfectamente, porque, ni más ni menos, en ambas
se estaría sugiriendo perseguir y alcanzar resultados en tiempo récord,
y forzar y estabilizar la economía tomando el camino más corto
(electoralista) antes que emprender pacientemente la reparación de la
estructura económica preservando firmemente la distribución del ingreso.
Algo
que nunca se informa en estas etapas históricas es el modo en que se
reinsertarían los desplazados, el tiempo que estarían parados, la forma
en que sobrevivirían sus familias (y las ciudades donde residen) y cómo
se evitaría "el efecto desaliento". Cuando se ingresa en estos
senderos, tajantemente podría indicársele a la economía: "La ciencia no
piensa" (Heidegger, 1939) y que se requerirían otros saberes, no solo
los provistos por los modelos formales (matemáticos) transformados en
corriente principal (mainstream) del pensamiento en numerosas
ocasiones desde la década del setenta del siglo XIX. Para soslayarse
"estos humedales socioeconómicos" introducidos por la alquimia (entre
ellas, los límites rígidos impuestos por las restricciones
presupuestarias, la eficiencia y la productividad) y respaldados por una
sociedad encandilada, sería necesario exhortarle a la ciencia pensar,
comprender y consensuar antes que disciplinar.
El autor es economista. Profesor de la Universidad de Buenos Aires.
Fuente:InfoBae
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