La polarización del empleo, la automatización y la relocalización de empresas. Cómo implementa Uber la inteligencia artificial.
Uber Vs. Taxis
En el siglo XIX, los artesanos perdieron frente a los trabajadores
industriales que, apoyados por las máquinas, procesaban las materias
primas textiles a mayor velocidad y menor precio. Por eso, los “luditas”
opuestos a las máquinas fueron los trabajadores más calificados, los
perdedores plenos de la Revolución Industrial.
En el siglo XX, la cinta de montaje fordista acortó la distancia
entre calificados y no calificados. La revolución técnica acercó al
obrero más sofisticado, que controlaba la calidad del producto alfinal
de la línea de montaje, con el obrero más básico, que repetía todo el
día la misma pequeña tarea; como el Lulù Massa de la película de Elio
Petri, La clase obrera va al Paraíso, que para no perder el ritmo de la
cinta se concentraba pensando “una pieza, un culo”. Con el tiempo, la
clase obrera no fue al Paraíso, pero accedió a un purgatorio con niveles
de consumo, protección social y seguridad laboral que habrían sonado
utópicos a comienzos del siglo XIX. El fordismo y el Estado de Bienestar
fueron los pilares de los “treinta años gloriosos” del capitalismo de
posguerra. En los años setenta, el proceso se revirtió parcialmente, y
con Reagan, Thatcher y la “revolución neoconservadora”, los mercados de
trabajo se segmentaron y la fuerza laboral se dessindicalizó,
distanciando al trabajador de convenio del trabajador “pobre” o
precario. Pero fue con el ocaso de la cinta de montaje que este proceso
cambió definitivamente de tendencia y la desigualdad en el primer mundo
aumentó, alimentada por dos motores. De un lado, se amplió la prima por
calificación, la diferencia entre el trabajador calificado, ocupado en
tareas creativas y problemas complejos potenciados por Internet y la
informática, y el trabajador de una industria manufacturera asediada por
estos mismos factores — y por la globalización, tal como lo documentan
los trabajos de David Autor y sus coautores— .
Del otro lado, se concentró la riqueza en unos pocos dueños — el 1%
más rico al que se refieren el economista francés Thomas Piketty y sus
coautores— favorecidos por los dividendos del progreso tecnológico y por
la rebaja de impuestos impulsados por las teorías del derrame. Hoy, la
tecnología avanza a paso decidido, pero no lo hace de manera uniforme. A
diferencia de la Revolución Industrial, que potenciaba a los
trabajadores de menor calificación en el proceso mismo de la producción
masiva — en detrimento del artesano calificado, sustituido por la cinta
de montaje— , esta vez los perdedores son los de menor calificación y
educación, los peores pagos, los que realizan las tareas más
reemplazables por la nueva revolución de las máquinas. Y las respuestas
de la política también difieren; como señala la politóloga del MIT,
Kathleen Thelen, hay diversas maneras de aggiornar el mercado de trabajo
a la sofisticación y fluidez que demanda esta nueva “economía del
conocimiento”. Y cada una de esas maneras tiene efectos sociales y
políticos diversos. Por ejemplo, los Estados Unidos e Inglaterra optaron
por una liberalización pura y dura sin protección social, que deprimió
las ya bajas tasas de sindicalización y profundizó la desigualdad
salarial y social — acercándolas a los niveles de la Argentina— . Es así
como llegamos al proteccionismo del Brexit y Trump, cuyas retóricas y
promesas suponen que la causa de la pérdida de empleo industrial fue la
globalización — lo que es en parte cierto— y que esta última es
reversible con garrotes y zanahorias fiscales. En esto, confunden
globalización con automatización.
Viajar transforma. En un viaje, uno conoce gente y
culturas distintas. El viaje cambia la manera de pensar y actuar. Lo
mismo puede decirse del largo viaje de la globalización. La tecnología,
que posibilitó la descentralización de la producción y la integración
industrial de economías como las de India y China, también permitió
segmentar el proceso productivo según el tipo de tareas y su
complejidad, exportando los segmentos rutinarios, que requerían
trabajadores de menor calificación, a países donde la mano de obra era
más barata.
En otras palabras, los empleos creados en países en desarrollo no
fueron exactamente los mismos que los destruidos en países de altos
ingresos; los empleos no solo se desplazaron, también se modificaron.
Precisamente por esto es imposible revertir el proceso: los trabajos
perdidos en el primer mundo ya no existen como tales, fueron sustituidos
por nuevas formas de producción y nuevos trabajos para elevar la
productividad y reducir costos. Hoy, los tramos de la cadena que
concentran la generación de valor son actividades de alta calificación
como la investigación y el desarrollo (I+D) o el diseño de producto,
mientras que las actividades de línea de producción y ensamblaje, que
representaban la gran mayoría de los empleos industriales relocalizados a
países emergentes, ahora solo explican una parte menor del valor
agregado industrial. La manufactura de avanzada genera pocos pero buenos
empleos bien remunerados, que requieren habilidades sofisticadas y
mucha versatilidad. Pero el empleo industrial masivo de calidad es cosa
del pasado.
Esta globalización irreversible está atravesada por la emergencia del
autómata, el robot, el programa. Imaginemos que encarecemos la
importación de bienes extranjeros, por ejemplo, mediante la imposición
de tarifas o de un impuesto frontera, como el que insinuó Trump en su
campaña electoral. De este modo, las firmas globales tienen la opción de
producir afuera más barato y pagar el impuesto para exportar a los
Estados Unidos, o producir adentro más caro y vender luego sin impuesto.
En principio, si el impuesto es lo suficientemente alto, podría inducir
a una repatriación de parte de la producción manufacturera a la
economía local.
Pero esto no implica generar nuevamente el añorado trabajo industrial
de baja calificación, ya que los altos costos laborales de países
desarrollados, con altos salarios y redes de protección social, bien
podrían estimular la automatización de estas tareas, que como dijimos
son las más vulnerables a la sustitución tecnológica. En otras palabras,
más industria local no necesariamente implica más empleo. Un ejemplo
reciente es la relocalización de Adidas en Alemania, tras un largo
período en China. La nueva planta — apodada speedfactory— , con un
fuerte componente robótico y de técnicas de impresión 3D, tiene como
objetivo producir 500.000 pares de zapatillas al año y estaría ubicada
en Ansbach — ya hay también otra en construcción en Atlanta, para el
mercado norteamericano— . Estas plantas representan una fracción pequeña
de la producción total, pero la idea de Adidas es probar las
speedfactories para multiplicarlas, incluso en Asia. Hoy, las zapatillas
se producen a mano en grandes fábricas en países asiáticos, con obreros
que ensamblan y cosen materiales.
Uno pensaría que la principal motivación de esta mudanza viene del
lado de la oferta, es decir, del ahorro de costos laborales. Sin
embargo, la principal disparadora de la decisión es la demanda: la gente
quiere calzado a la moda de forma inmediata, y la producción de un par
de zapatillas en la cadena de producción globalizada, desde su
concepción hasta su presencia en el comercio, puede llevar dieciocho
meses. Varias de las etapas (el diseño del producto, parte de la
evaluación del prototipo, la producción) pueden realizarse digitalmente,
y el nuevo sistema da mucha flexibilidad en los distintos segmentos de
la cadena. Lo importante: la speedfactory creará 160 empleos directos en
Ansbach, ahorrando miles de empleos directos en Asia. Es decir, no solo
desplazará trabajos geográficamente, sino que los desplazará también en
términos netos — destruyendo más de los que crea— . Los ganadores y
perdedores de la globalización no se agrupan solo por actividades, sino
también globalmente, y los países en desarrollo con mano de obra barata
es probable que estén, al menos en lo inmediato, del lado de los
perdedores.
Y si bien la automatización es relativamente reciente — ¡no hemos
visto nada aún!— , ya hay evidencia de su impacto en el empleo; un
estudio reciente estima que, aun tomando en cuenta su efecto positivo
sobre la productividad y la producción, la inclusión de un nuevo robot
cada 1.000 trabajadores baja la tasa de empleo un 0,34% y los salarios
un 0,5%.
Historia circular. “Esto ya ocurrió en el pasado.”
Esa suele ser la respuesta cuando se plantea la preocupación por el
desempleo tecnológico. Es cierto, algo de esto ya ocurrió. Cuando la
Revolución Industrial destruyó trabajo en el campo, lo compensó con
creces en las líneas de producción de las fábricas urbanas. Y, más
tarde, cuando la revolución técnica redujo la intensidad de trabajo en
las líneas de producción, lo compensó con creces con el aumento de la
demanda de servicios, a medida que aumentó el ingreso disponible,
consecuencia a su vez del incremento de productividad, fruto de la
revolución técnica.
Todos felices. Esto no solo ya ocurrió, sino que el
proceso fue descripto con asombrosa precisión por los economistas, mucho
antes de que sucediera. Según la “hipótesis de los tres sectores” —
elaborada, entre otros, por el neozelandés Allan Fisher, el australiano
Colin Clark y el francés Jean Fourastié— , a medida que nos
desarrollamos, la actividad económica se desplaza de la extracción de
recursos naturales (sector primario) a la elaboración de manufacturas
(sector secundario) y, por último, a la provisión de servicios (sector
terciario). Los países pobres y subdesarrollados basan sus ingresos en
la producción primaria; los semidesarrollados viven de la producción
secundaria; los más avanzados, de la terciaria.
Así narrada, la historia del empleo no tiene nada de circular, pues
un sector fue compensando al otro de manera lineal, evolutiva. En La
gran esperanza del siglo XX, publicado en 1949, Fourastié veía al
crecimiento relativo del sector servicios (la “terciarización”) como
sinónimo del aumento de la calidad de vida, asociada a la
universalización de la seguridad social, la educación y la cultura. Esta
mejora dependería de la capacidad del Estado para redistribuir la
riqueza y así contrarrestar la inequidad a la que llevaría la revolución
técnica.
¿Por qué aparece el concepto de “actividades cuaternarias”? Porque
los servicios no resultaron ser tan homogéneamente sofisticados como
pensaba Fourastié, ni tan resilientes a la tecnología. En el sector
servicios conviven trabajos rutinarios, de baja calificación y, en
última instancia, automatizables (personal de limpieza, albañiles,
choferes, etcétera), con el trabajo artesanal, de alta calificación e
inherentemente humano de educadores, investigadores, diseñadores e
ingenieros — en palabras más recientes: la “economía del conocimiento”— .
¿Dónde ubicaríamos a los programadores? Si bien hoy los asociamos al
sector cuaternario, en el futuro probablemente se integren al terciario.
La inteligencia artificial no es inteligencia humana, pero avanza cada
día más; tarde o temprano, el componente del trabajo en el sector
servicios que no sea de naturaleza “humana” — una definición sobre la
que volveremos más adelante— será probablemente sustituido.
Ahora bien, salvo que surja un quinto sector en el que la máquina no
tenga incidencia, pensar que los trabajos tradicionales serán
reemplazados por otros nuevos es creer ciegamente en la circularidad de
la historia o en la magia del mercado. A esta altura, ya debería estar
clara al menos una de las diferencias entre esta “revolución” y las
anteriores: hoy la máquina no emula solo al hombre como trabajador
físico, sino que lo clona como trabajador intelectual, como pensador e
incluso como creador. En la Revolución Industrial, las manos del
artesano textil fueron reemplazadas por el telar mecánico, manejado por
las manos de un trabajador de baja calificación — o, en sus inicios, por
las diestras manos de un niño— .
En la segunda Revolución Industrial, las manos de los trabajadores
textiles (uno por máquina) fueron reemplazadas por la línea de
producción, un operador accionando ad náuseam cada pequeña tarea (botón,
palanca, manivela) hasta la alienación. En la tercera Revolución
Industrial, las manos del trabajador pasaron de actuar sobre la pieza a
hacerlo sobre el tablero de control numérico.
En la cuarta Revolución Industrial, el tablero actúa solo. Así, la
tecnología ya no solo reemplaza las manos y el músculo del trabajador,
sino que también sustituye su cerebro. Por eso, la digitalización
implica mucho más que un robot repositor, es un sistema de reposición
que aspira a eliminar el componente humano. Por eso, también, es rápida
la penetración de los programas de inteligencia artificial ( robots
inmateriales) en las actividades del sector cuaternario (por ejemplo,
sustituyendo programadores).
Uber-sustitución. Hoy en día, sabemos que la
sustitución de la labor humana no es solo un problema del empleo
industrial, ni involucra solo a las máquinas, resulta además casi tan
acelerada en el sector servicios como en el de las manufacturas, y sus
causantes no son androides sino programas. Tal vez el caso más debatido
de sustitución tecnológica en servicios sea el de los vehículos
autónomos de pasajeros y de carga, que ya han testeado con éxito
compañías como Uber o nuTonomy — un desprendimiento del MIT— en Arizona,
Boston, Pittsburgh o Singapur. Se estima que, a principios de la
próxima década, entre el 10 y el 20% de los automotores será autónomo y
que, probablemente a mediados de siglo, esta proporción superará el 80%.
El impacto negativo del auto sin conductor en el empleo del sector es
evidente. El McKinsey Global Institute (MGI) predice que en ocho años
un tercio de todos los camiones se conducirá solo. Un informe de 2016
del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca estima que entre 2 y
3 millones de trabajadores del transporte (entre el 60 y el 80% del
total en los Estados Unidos) podrían volverse redundantes a medida que
se extienda la inteligencia artificial y se implemente la conducción
autónoma.
Acá cabe hacer notar que no estamos hablando de la llamada “economía
colaborativa” (sharing economy), encarnada en Uber o Lyft, tal como hoy
los conocemos. Estos sistemas, en su versión inicial, no sustituyen
trabajo. De hecho, al eliminar barreras de entrada en el mercado del
transporte urbano particular, profundizan la competencia de oferta,
reducen el precio del servicio y estimulan la demanda: más gente usa
taxis o remises para trasladarse — muchas veces a expensas de modos de
transporte público más eficientes en términos de tránsito y cuidado
ambiental, como el subterráneo— . Es decir, el total de horas trabajadas
por cada conductor — como probablemente también el número de
conductores— aumenta. De manera análoga, el mismo sistema aplicado al
transporte de cargas eleva la competencia entre camioneros, pero no
elimina puestos de trabajo, solo cambia su composición: menos
trabajadores de convenio, más cuentapropistas. En ambos casos, el
conflicto es entre viejos y nuevos conductores; entre taxistas y
camioneros, de un lado, y choferes particulares, del otro.
La verdadera amenaza para el empleo en el sector del transporte
urbano de pasajeros y del transporte interurbano de cargas se dará
cuando los conductores, viejos y nuevos, sean reemplazados por vehículos
autónomos. Si bien el transporte es el caso más visible de la
sustitución tecnológica de servicios, probablemente no será el primero.
La evidencia en este sentido se acumula de manera exponencial. Basta
googlear “robots + trabajo” para encontrar una larga lista de ejemplos:
robots mozos en Wendys, recepcionistas de hotel en Japón, cocineros de
hamburguesas en CaliBurger, repartidores de Piaggio o minivehículos
autónomos de Starship, robots que hacen diagnósticos médicos, gestores
de fondos de BlackRock y JP Morgan, o escribas virtuales como los
diseñados por Narrative Science y Automated Insights — capaces de
producir reportes básicos llenos de datos para fanáticos del deporte o
de la timba bursátil— .
En breve tendremos robots abogados recolectando jurisprudencia en el
sistema anglosajón — los abogados argentinos, por ahora, están menos
expuestos a esa tecnología— y aplicaciones como Google Home o Amazon
Echo Dot (Alexa) sustituyendo parte del trabajo doméstico. Al momento en
que este libro llegue a las librerías, la lista de nuevos productos
tendrá el doble de líneas — o el cuadrado, siguiendo la tendencia
exponencial— . En todo caso, no tiene sentido llevar la cuenta porque
todos los días surge un nuevo producto tecnológico. Y nosotros, los
humanos, en tanto consumidores, compramos el cambio. Un informe de
Accenture, sobre la base de una encuesta realizada a 26.000 individuos
de 26 países, señala que, si bien hace unos pocos años los consumidores
se resistían a los “chatbots” — robots que conversan— y demás servicios
computarizados de atención al cliente, hoy el 62% se siente cómodo con
ellos — están siempre disponibles, son menos sesgados, responden
rápidamente, etcétera— .
Es más, el 64% señala que las máquinas se comunican de manera más
respetuosa. El informe también menciona el crecimiento de la
“hiperpersonalización” y el entusiasmo que demuestran los consumidores
frente a la realidad aumentada y la realidad virtual en sus múltiples
aplicaciones, desde juegos y apps educativas hasta para interactuar
virtualmente con amigos o familiares y obtener información localizada
sobre los sitios que uno visita. Los consumidores valoran los servicios
personalizados, que se moldeen específicamente para ellos, aunque este
último aspecto de la digitalización, como veremos más adelante, esconde
su lado oscuro.
Desmaterializado. Es fácil entender cómo un robot
puede armar un iPhone: se descompone minuciosamente el repetitivo
proceso de la línea de armado en un número finito de acciones — del
mismo modo en que lo hacía el fordista tradicional— y se programa la
máquina para que las emule. Hace tiempo que los robots intervienen en
las líneas de producción industriales. Es fácil también concebir que un
dron haga el envío de un paquete, una tarea no muy distinta a la de
mover objetos en un depósito (o hacer una entrega remota de pequeñas
bombas).
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de automatización? ¿Por
qué esta vez la ola de sustitución de empleo debería ser diferente,
reemplazando ocupaciones de todo tipo de sofisticación, incluso las que
implican el trato y la creación humanos? ¿Dónde está hoy el límite de
esta sustitución y qué hace falta para desplazarlo? Para entender lo que
está en juego en la automatización es necesario comprender de qué se
trata la inteligencia artificial y cómo un giro en su evolución la hizo a
la vez menos inteligente y más poderosa. Imaginemos un programa para
caracterizar la respuesta de un humano a determinado estímulo.
*ECONOMISTA. Autor de “Después del Trabajo. El empleo argentino en la cuarta Revolución Industrial”.
Fuente:Perfil-Noticias
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