Desde París
El aplicado gestor racional adicto a las planificaciones fehacientes
cedió ante la emoción más genuina de su país: la bronca popular. El Rey
no perdió su trono pero si su estabilidad. La rebelión de los chalecos
amarillos contra la reforma fiscal del gasoil puso término a la ilusión
de que un país se podía manejar como un banco o un organismo financiero.
Al igual que en 1789, año de la Revolución Francesa, la revuelta de
2018 tiene como signo una prenda: chalecos amarillos. En 1789, al núcleo
del ejército que impulsó la Revolución que derrocó a la monarquía se lo
llamaba les sans-culottes, los “sin calzones”. En la Francia del Siglo
XVIII los nobles y los burgueses usaban culottes, los pobres no. Se
vestían con pantalones a rayas y eso los distinguía despechadamente de
la aristocracia. Lo sin calzones decapitaron el orden monárquico y, en
el Siglo XXI, los chalecos amarillos le movieron el trono a Emmanuel
Macron. Los sin calzones de la Revolución francesa eran artesanos,
obreros y campesinos. Los chalecos amarillos son artesanos, pequeños
comerciantes, micro empresarios, agricultores y trabajadores diversos.
No es exactamente el mismo pueblo, pero si la misma exigencia: el fin de
la acumulación de riquezas y privilegios fiscales en los bolsillos de
una minoría, el fin de un modelo donde la sociedad de abajo paga por la
de arriba. La Revolución Francesa configuró nuestra modernidad. Es
legítimo entonces preguntarse ¿qué anuncia esta insurgencia popular de
los chalecos amarillos a un mundo milimétricamente controlado por los
analistas financieros, la especulación, la desigualdad, los algoritmos y
los oportunistas espías de internet que roban a sus anchas las
intimidades de los perfiles humanos?.
Los chalecos amarillos se vistieron con el color de todos: ricos o
pobres, con autos de lujo o modestos, el chaleco es obligatorio en cada
vehículo desde la ley de 2008. Con su ropa, trascendieron la división de
clases. Las referencias a la monarquía de antes de la Revolución
francesa son constantes en sus denuncias y grafitis. “Afuera el Rey
Macron”, dice un grafiti pintado en una de las calles adyacentes a los
Campos Elíseos. En la Plaza de La Bastilla, otro proclama: “no se puede
apretar el cinturón y bajarse los pantalones al mismo tiempo”. “Macron
es un Rey y terminará decapitado como los reyes”, asegura Murièlle, una
pedicura del sur del país, ex votante de Macron. Ese perfil abiertamente
insurgente contra la casta encendió todas las ilusiones de los
movimientos políticos opuestos. La izquierda radical de Jean-Luc
Mélenchon vio en esta protesta la premisa de la revolución ciudadana con
la que sueña su movimiento. La extrema derecha de Marine Le Pen
entrevió la ruta de la insurrección contra el sistema globalizado que
nos gobierna. Cada cual le puso lo suyo, entre el Che y Mussolini.
Desde Bruselas, donde está preparando “la internacional populista”,
el ex consejero de Donald Trump, Steve Bannon, salió a decir: “los
chalecos amarillos son exactamente el mismo tipo de persona que eligió a
Donald Trump y votó a favor del Brexit. Es un conflicto mundial”.
Tampoco faltó el mismo Trump. En un Twitter, el presidente
norteamericano dijo “la gente está gritando que quieren a Trump”.
Ellos, los auténticos protagonistas, permanecen inclasificables y,
hasta ahora, irrecuperables políticamente. El amarillo de sus chalecos
aunó a todas las corrientes en un mismo flujo. No estaban a favor de un
modelo, de una ideología, de un partido político, sino contra este
modelo. No vinieron a proponer otra cosa: se rebelaron contra esta cosa
que los sometía a la desigualdad fiscal. La insurgencia ha sido
suculenta y violenta y se articuló en torno a una única figura: Emmanuel
Macron. En las elecciones presidenciales de 1995, el ex presidente
conservador Jacques Chirac ocupó el imaginario político con un
diagnóstico implacable extraído del pensamiento de la izquierda: la
fractura social. Casi un cuarto de Siglo después, Macron, sus medidas
inigualitarias y su estilo despectivo hacia las cuestiones populares
pagó el tributo de esa fractura. La realidad ofrece con generosa
elocuencia una lectura singular. Todos estaban durmiendo: ni el centro,
ni la derecha, ni la socialdemocracia, ni la extrema izquierda o la
ultra derecha, ni los medios, nadie adivinó que en la infinita galaxia
social había una estrella a punto de explotar. Hoy, todos corren detrás
de su luz.
Los nuevos sin calzones no vivían retirados del mundo en sus campos y
su Francia provincial. Eran los residentes menos atendidos de la
fractura social. Salieron de su fractura a fracturar el zócalo injusto
de la construcción social en curso. Primero surgieron del peor enemigo
de la democracia, las redes sociales. Sus tres personajes iniciales
ofrecen un retrato de su composición social. La explosión originaria la
activó el pasado 10 de octubre Eric Drouet, un camionero que salió a
protestar en Facebook contra el alza del carburante. Una semana más le
siguió una hipnoterapeuta, Jacline Mouraud, quien denunció en las redes
“la caza” contra los automovilistas. Cuatro días después, en Change.org,
una micro empresaria de 30 anos, Priscillia Ludosky, lanzó una petición
contra el precio de los carburantes. La pólvora se encendió enseguida:
más de un millón de adhesiones para Drouet, Jacline Mouraud recogió seis
millones y medio y Priscillia Ludosky lleva cerca de un millón y medio.
En diez días, los grupos explotaron en Facebook. Se crearon casi 300
grupos de apoyo que totalizan ya más de tres millones de usuarios. Los
partidos políticos y el gobierno no los vieron venir. Los bloqueos de
las rutas empezaron casi en el anonimato. El primero se llevó a cabo el
17 de noviembre. A la rabia contra la fiscalidad ecológica aplicada a
los combustibles, lo que derivó en equiparar el precio del gasoil, más
barato, con el de la nafta común, se le anexaron otras reivindicaciones
más políticas como el cuestionamiento global del sistema, la denuncia de
la desigualdad, los recortes de las jubilaciones o la pérdida del poder
adquisitivo. El 27 de noviembre, ya con la gente en la calle, Macron
dijo: “creo que podemos transformar la cólera en solución”. La rabia
acabó por transformarlo a él. Ahora empezará la furiosa etapa de la
recuperación de este movimiento. Los populismos de extrema derecha
descubrieron un capital electoral que desconocían. La izquierda radical
captó que los chalecos eran una entrada al mundo popular que, en gran
parte, aún los rechaza. De sin calzones en 1789, a con chalecos en el
Siglo XXI. Francia abrazó el color amarillo y entre medio saltó la
temática ecológica y la pregunta ¿ quién paga por la protección del
planeta ?. Macron trasladó el costo a las clases medias bajas. Estas le
respondieron con un no rotundo. ¿ Y los mega ricos, y las industrias
contaminantes ?. Ese es, en nuestro planeta común, el interrogante y el
desafío más decisivo que los chalecos amarillos la plantearon a Francia y
al mundo.
Fuente:Pagina/12
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