30 años de democracia y 189 de Ayacucho

 

Es necesario recrear hoy el optimismo y la sabiduría que tuvieron los patriotas de la primera independencia.


Tres décadas exactas pasaron desde que, tras asumir la Presidencia de la Nación, Raúl Alfonsín convocaba a una multitud en la histórica Plaza de Mayo. Dado que no había antecedentes de líderes del partido radical que hablaran desde el balcón de la Casa Rosada, Alfonsín prefirió el balcón del histórico Cabildo. Ayer mismo, en ese edificio, el diputado, historiador y ex ministro de Educación bonaerense Mario Oporto presentó en sociedad el espacio político y académico Soberanía, Unidad, Democracia (SUD). Una propuesta que recorre las grandes pasiones de Oporto y de muchos millones de habitantes del continente: la Nación Sudamericana. Y la fecha es más que relevante, porque se trata de la bisagra que permitió la derrota militar del reino de España. En efecto, el 9 de diciembre de 1824, 189 años atrás, se cerraba el ciclo de las guerras contra el colonialismo español. Después de 15 años de los primeros levantamientos, el mariscal Antonio José de Sucre, nacido en tierras venezolanas y con solo 29 años de edad, conducía al triunfo a las tropas libertadoras en la Pampa de la Quinua, en el sur del territorio peruano. El joven Sucre derrotaba a los expedicionarios encabezados por el veterano guerrero y virrey del Reino de España, José de la Serna. La historia recuerda esta página como la Batalla de Ayacucho.
Ese triunfo hubiera sido imposible sin el concurso de cientos de gritos libertarios a lo largo de varios siglos de expoliación colonial. El primero de la nueva oleada, estimulado por la detención de Fernando VII por los ocupantes napoleónicos en el Reino de España, fue el 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca, y tuvo a Bernardo de Monteagudo, nacido en Tucumán, como un protagonista clave. Monteagudo, actor de varias gestas en esos febriles años, moría asesinado en una oscura calle de Lima el 28 de enero de 1825, cuando todavía no se cumplían dos meses de la batalla de Ayacucho. El mulato Monteagudo era, probablemente, el tipo que más veces había cruzado los Andes desde que José de San Martín ponía en marcha aquella increíble aventura de cruzar la cordillera en enero de 1817.
Había pasado apenas un cuarto de siglo desde que, en Caracas y Buenos Aires, con una distancia inmensa para la época, se iniciaran casi en simultáneo dos gritos libertarios. Y apenas pasaban ocho años, demasiado vertiginosos, desde que los ejércitos de Simón Bolívar y José de San Martín se desplazaran hacia otros territorios, que sumaran sus tropas a los pueblos insurrectos y que vencieran en el campo de batalla a los soldados colonialistas. La historiografía oficial se empeña en hablar de la generosidad de San Martín y Bolívar al liberar desinteresadamente a unas cuantas naciones. La realidad es que en el ideario de aquellos líderes se trataba de la gesta independentista de una gran nación, con orígenes comunes, con un dominador común y con un potencial común capaz de cimentar un gran futuro. 
A 180 kilómetros del choque de armas, hacia el sureste, estaba el complejo andino del Machu Picchu, una maravilla de la cultura incaica, que se mantendría fuera del conocimiento de los criollos y europeos hasta los albores del siglo XX. Este continente, cargado de historias, al que los españoles le chuparon la sangre y le robaron el oro, vivía un momento de esplendor. Tras la batalla, Sucre pudo entrar en la región más difícil de acceder, el Alto Perú. Se cerraba el círculo, ya no había más territorios en poder español.
Sin embargo, el fervor revolucionario y la destreza de los guerreros patriotas, chocaban con poderosos intereses. En efecto, dos años y medio antes, tras la entrevista de Guayaquil, San Martín daba un paso al costado. El misterio de aquel encuentro con Bolívar hay que buscarlo en Buenos Aires, por las cochinadas de Bernardino Rivadavia, las mezquindades de los comerciantes porteños y las intrigas de la diplomacia británica.
San Martín lo sufrió desde el momento mismo en que fue a juntarse con Manuel Belgrano en el famoso encuentro de la Posta de Yatasto, en 1814. A su vez, aunque Bolívar había tenido el apoyo de las burguesías caraqueña y bogotana, ya se incubaba la ruptura entre Bolívar y Francisco de Paula Santander, vicepresidente de la Gran Colombia y un aliado inestable del gran libertador. Los caminos se bifurcaban. Santander prefería la asociación con los británicos y sus empréstitos venenosos, mientras que Bolívar seguía cimentando la unidad americana.
Tan convencido estaba de la posibilidad de la gran reunión americana que dos días antes de que Sucre triunfara en Ayacucho, Bolívar había mandado cartas a varios líderes y presidentes para reunirlos en Panamá y así consumar el sueño de su paisano e inspirador, Francisco de Miranda: quería sumar a México, y para ello, el lugar de encuentro sería Panamá. Esa gran convocatoria se concretó en junio de 1826. La poderosa mano del libre comercio inglés seducía más a las nacientes burguesías del sur de América que la épica de los revolucionarios capaces de dar bases sólidas para la soberanía continental. Bolívar no se equivocaba siquiera en la elección del lugar. Quizá por visionario, pero sobre todo, por haberse inspirado en la sabiduría de Miranda, el hombre que había participado en la independencia de Estados Unidos, en la turbulencia de la Revolución Francesa y que en su casa de Londres tenía una biblioteca que el mismísimo San Martín destacó como portentosa cuando la visitó. Bolívar sabía del valor estratégico de Panamá, punto de encuentro de los dos grandes océanos y de los dos continentes americanos. Bolívar no pudo consumar un congreso a la altura de la unión americana a la que dedicó su vida. Pasados tres cuartos de siglo, hacia 1902, Panamá dejaba de ser una provincia de Colombia para convertirse en un estado formalmente independiente pero asociado a Estados Unidos.
Aquella gesta independentista, redentora de los millones de americanos que morían en los socavones o que eran fusilados por rebelarse, mostró hasta dónde pueden las buenas causas sociales y políticas. Aquella batalla de Ayacucho dejaba al descubierto también las flaquezas del absolutismo europeo. Porque el sacrificio de los patriotas americanos tuvo el concurso de los soldados españoles que en enero de 1820 se insubordinaron al mando del coronel Rafael Del Riego, cuando estaban a punto de embarcar desde Cádiz hacia Perú. Aquella sublevación estuvo inspirada en la Constitución liberal de 1812. Del Riego, en un tramo de su proclama, dijo: "España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El Rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la Guerra de la Independencia (contra la invasión napoleónica), no ha jurado, sin embargo, la Constitución, pacto entre el Monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda Nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz, entre sangre y sufrimiento".
Esa sublevación aceleró los planes de San Martín de partir hacia Lima por mar, y también contagió a los soldados del batallón Numancia, que se cambiaron de bando estimulados por las intrigas de las amantes de San Martín y Bolívar, Rosa Campuzano y Manuela Sáenz. Dos novelas bastante recientes recrean con rigor y excelente narración pasajes de esos momentos: La venganza de los patriotas, de Miguel Bonasso, y Ahí les dejo la gloria, del colombiano Mauricio Vargas Linares (ambas editadas por Planeta, en 2010 y 2013, respectivamente).
Volviendo a Rafael Del Riego, sufrió la misma suerte que muchos otros liberales españoles. La restauración absolutista europea tras la derrota de Napoleón en Waterloo (1815) fue la mejor advertencia de que la unión hace la fuerza. Fernando VII pidió apoyo militar a prusianos y franceses. Fueron estos últimos los que cruzaron los Pirineos para restablecer el orden monárquico. Del Riego fue tomado prisionero y llevado a Madrid, donde fue ahorcado, decapitado y exhibido en público para burla del pueblo.
Bien hace Mario Oporto en recordar la importancia de Ayacucho. Este historiador, autor de De Moreno a Perón (Planeta, 2011), recordó ayer en la presentación del espacio SUD que Mariano Moreno, en su tesis doctoral en Chuquisaca, en 1802, dijo que el desafío de la revolución era terminar con el sojuzgamiento esclavista representado en la mita y el yanaconazgo, sistemas de explotación que llevó a cientos de miles de mineros durante siglos a morir en medio de las jornadas de trabajo.
Oporto planteó algo que es una línea histórica y a la vez un gran desafío: en el siglo XIX fue el esclavismo; en el XX, la cuestión obrera; y en el XXI son los excluidos. Esa síntesis refiere a que aquellas gestas revolucionarias que tuvieron su Ayacucho, lograron terminar con la esclavitud, al menos en la mayoría de las colonias españolas. Del mismo modo, los derechos obreros durante el siglo pasado tuvieron la contribución de diversas tradiciones políticas, las anarquistas, las socialistas y comunistas, así como las nacionalistas y justicialistas.
Desde ya, esto último merece un tratamiento en profundidad, pero sirva de estímulo esa idea de eslabonar los desafíos y los logros en esta porción del mundo de cara a una actualidad donde las multinacionales disponen de una nueva división internacional del trabajo. Ya no es la muerte en la mina o la falta de derechos de los trabajadores. Ahora, la deslocalización de las plantas industriales, la tercerización de tareas, la pérdida de derechos y la falta de creación de puestos de trabajo, generan pobreza y desigualdad estructural. Una nueva oleada de unidad latinoamericana es imprescindible para recuperar soberanía. Pasados treinta años de aquel inicio de una nueva etapa de la Argentina, es preciso pensar con el optimismo y la sabiduría que tuvieron los patriotas de la primera independencia y que pudieron cristalizar en aquel Ayacucho los sueños de independencia y de igualdad
Fuente: Tiempo Argentino

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